CARA
Cuando salí del quirófano prometí dedicar las sobras del día a mirar. En la vereda del edificio me topé con ella. Creí haberla imaginado triste, con una bolsa de cachetes estirados que articulaba el suceso de algunas palabras, como si cabalgara arriba de una tonelada de tuberías derrumbándose entre líquidos que querían armar con su sonido toda la estructura. Luego reconocí la voz tintineante en un pasillo, pero solo recibí el trago corto de una cabeza hundida en los hombros, como un busto a medio hacer, una cara de paloma empollada y breve con ojos como pulpones orinándose encima un jugo rosado.
Tras la pared de mi cuarto, el resto del sonido que antes desmontaba con facilidad en la escalera, tenía un tono ensordecedor. Cuando por fin la oí venir más nítidamente, en su lugar se movió la hamaca de dos ojeras esféricas trastornadas y fofas. Venía haciéndose la tonta, trancada en la superficie cansada de una sonrisa con espesor, vendiendo la sencillez de su transporte sugerido en la modesta línea inclinada sobre un mar de poros hacinados.
Noté que el hombre que la nutría esperaba encerrado tras el pestillo de su apartamento.
- ¡Hola mi amor!
Pero no hablaba. Miraba al piso luchando para rascarse el mentón sobre el pecho y seguía de largo. De pronto, abría su patética fauce y emitía un pitido de humo con pretensiones de control que terminaba deslizándose por una mejilla hasta que se cerraba la puerta. No quería imaginarme esa cara en un espejo, peinándose o cerrando y abriendo los ojos para que se le cayeran las lagañas.
Una vez la seguí con intención, subió escaleras y pasó apenas contra un marco. Fui corriendo hacia afuera y trepé por el edificio de enfrente para verla hacer cosas por la ventana. Pero cuando se ponía de perfil apenas notaba un triángulo de piel moviéndose, perdiéndose en la intermitencia de colores similares. Comencé a vigilarla con menos censura y constaté sin alivio cómo desaparecía la comida tras de sí, cómo ojeaba la tele terciando en el aire millares de trozos de cáscaras que quedaban sobre el sillón.
Cuando se iba el sol y sonaba otro portazo, salía corriendo para perseguirla hasta que la perdía nuevamente, porque quedaba desde atrás bajando la escalera. Pensé muchas veces en tirarle harina para dibujarla y también me imaginaba frente a ella, mirándola fijamente, pero me daba miedo encontrarme de pronto con una lengua finísima y seca de la que recibiría un hiriente chillido. Así que decidí inspeccionarla de costado, por la vereda paralela, o hacerlo para más comodidad los días de lluvia.
Había salido otra luz. Volví a complicarme nuevamente. Me preparé para lo de siempre, pero no podía dejar de pensar en ella. Como era esperable comencé a volcar las bandejas, a errar incisiones. Las jeringas quedaban colgando de los brazos, los órganos desistían antes.
Pasé los días libres tratando de confirmarla en la rectitud de bocetos insignificantes. Entonces me orillé y la instigué violentamente en los ómnibus, empujado voluntariamente al fondo que hay lugar, pero siempre llegando a destino sin constataciones reales. Una vez la vi en el reflejo oblicuo de una ventanilla y perdí el juicio, hasta que me bajaron por apretar a la gente.
Tenía que verla. Y fue así que me descubrí descosiendo la puerta de su marco con fineza. Me escurrí hasta el dormitorio. Recién había entrado y esperé para filtrar mi cuello en la luz de la hendija. Vi un armario, una cama de dos plazas, unas botas con barro y junto a la mesa de luz una especie de aparato de música sobre el que padecían unas rodajas de material plateado.
Me instalé en la periferia de manera tal que noté una almohada hundida. Primero pensé que era como cuando un rastreador encuentra los restos de una fogata moribunda en el medio del campo. Me dije “eso es de una película” y también “no pudo haber salido, en este cuarto no hay más puertas”. Efectivamente, debajo de la cama no entraba ni un papel. El armario abierto y vacío. Las cortinas transparentes.
Sentí el olor de alguien, me paralicé y luego me aflojé para recorrer de nuevo el cuarto. Lo hice lento y en silencio, sin metáforas, sin mañas. Miré el cielo raso cubierto de moscas colgadas con dos o tres aletas moviéndose minúsculamente para acomodarse. Fui acercando mis ojos a la mesa de luz hasta que me detuvo una inclinación circundante. Miré de nuevo; allí se podía presentir una figura. La cama un poco destendida. Las cortinas inmóviles y el aparato apagado. Algo persistía sin temor.
No esperé mucho. Por fin un sonido rechinó como una araña licuando su cuerpo de peluche en una brasa. Desde el fondo más profundo de mis órganos principales se fue ahorcando un temblor en forma de grito que amenazó mi dentadura en mal estado. Tan fuerte era la sensación de terror que se me saltaron lasquitas de caries y se me pegaron a las paletas. Al acercarme descubrí en la cercanía de la almohada una especie de contorno de rostro marcado boca abajo. Este dibujo dimensional del peso podía parecer fácilmente un engaño de la forma pero, sin embargo, emitía un imperceptible sonido de respiración que apenas hundía y levantaba el relleno.
Se me cayeron varias lágrimas sobre las sábanas. Estaba sin poder moverme cuando noté en el centro hundido de la superficie, dientes sellados en la seda barata de la funda. Al principio no entendía cómo podía parecerse tanto. Sin disimular su gesto. Tan evidente y sobrada por donde se la mirara. Pensé “no tiene ropa” y me dio vergüenza. Pensé que debía dejarla dormir aunque me empacara y llorara durante horas.
En la calle nadie me quiso saludar, creo que perdí valor. El cielo era una rasurada sonámbula que erizaba mis pestañas sacudiéndolas. Di un paseo y volví al edificio. Subía algunos escalones y oí un chistido. Me di vuelta dos veces y comencé a soñar despierto. Lo supe porque bajaba por la escalera un enloquecido bulto de rayas como los primeros dibujos enojados de algunos niños.
José Jorge
2008
Del libro por publicar "Distracción"
Jimmy Crespo
2009
Monocopias
Comentarios
Publicar un comentario